dimecres, 19 d’octubre del 2011

Bar un millón. Once horas y treinta minutos de la noche. Cinco mesas vacías, una máquina tragaperras, otra de tabaco, paredes lisas y la barra custodiada por un camarero con cara triste. En total, siete clientes: uno copa en mano en la máquina tragaperras, el resto en la barra bebiendo solos, en silencio. Tomo asiento en el único taburete libre, al extremo izquierdo de la barra, y pido una cerveza.

- ¿Caña o botella? - me pide el camarero.

- Botella, siempre.

Echo un ojo a la calle desierta. El camarero me sirve la cerveza y añade una tapa con algo que no sé que es. Parecen dados de carne con salsa de tomate. O quizás son fragmentos de dedos gordos recientemente mutilados. Me lo comeré por educación. Yo no he pedido eso, bienvenido sea.


Alguien dice: "otro cacharro, Paco". Otro sale a la calle a fumarse un cigarro. Todos parecen iguales. Cada cual en su burbuja. Cada bebida haciendo de consejera. Dame una copa de apoyo y moveré mi mundo. 
Dios fliparía, yo flipo aún más.


Y en esto, que al cliente de la puta máquina tragaperras le toca el gordo. Parpadean 120€ en la frente de la puta máquina. Mira a su alrededor como queriendo avisar al resto de su buena suerte. ¡Hey mirad! Pero no parece tener éxito. Nadie despega la vista de si copa. Cuellos flácidos. ¿De qué sirve ganar ciento veinte euros si nadie más que él lo ha visto? Así que vuelve a echar monedas y pide otro whisky, del fuerte.


Ahora, el camarero cambia de canal. Solo hacen fútbol en diferido, teletienda, el horóscopo, una peli en blanco y negro, hockey hierba... Y se detiene en un documental sobre el espacio. Aparecen estrellas fugaces y suspira. Y yo, me levanto y voy al baño. Me siento en el váter, saco el móvil y busco en mi agenda su nombre. Tanto tiempo sin saber de él y le envío un mensaje:
Te quiero.

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