Me temblaba la voz casi tanto cómo lo hacían mis piernas, tenía todas y cada una de las palabras que quería decir pensadas y en la punta de la lengua para poder vomitarlas, pero sin embargo era incapaz de pronunciarlas. Fue entonces cuando me rendí, le di la razón. Me sentía tan impotente que lo único que podía hacer era gritar cualquier tontería y salir corriendo, pero no quería llegar a ese punto tan extremo; me limité a sentarme en el asfalto gris y dejar que mis ojos siguieran el camino de las rayas amarillas del suelo.
Él parecía impasible, seguía hablando con el viento, lo único que pude oír fue no puedes venirte abajo, te necesito arriba, por encima de los demás, y fue en ese preciso instante cuando me derrumbé, -paradójico-. Se dio cuenta, vio que sus palabras no eran las adecuadas y que debería haberlas escogido con más cautela, pero al fin y al cabo supo que tan mal no lo había hecho porque a pesar de que me vio subir los escalones lentamente, uno a uno y cabizbaja -cuando normalmente los subo corriendo y de dos en dos-, encerrarme en el coche y huir sin pronunciar ni una palabra, sabía que tarde o temprano yo misma alzaría mi cabeza, miraría al sol sin necesidad de gafas de sol ni fruncir el ceño y murmuraría no puedes venirte abajo, te necesita arriba, por encima de los demás,y ya no me volvería a derrumbar.
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